¡MARINERO, SUBE AL PALO!
Singladura Nr.11
"Marinero sube al palo
a ver si divisas velas.
Creo que por allá afuera
viene entrando un pailebote...
¡Anda, alístate los botes
prepara el cañón de alante
que si ese es barco mercante” ...
¡Ah, memorias del pirata! Pero esta otra es de una
rata.
"El hombre marinero
no se debe casar
porque al pasar el agua
lo pueden engañar” ...
Y sí, eso pasa. Yo sé de un caso.
Galíndez era un buen marinero y un joven con
aspiraciones académicas y toda una vida por delante. De matrimonio ni pensaba.
Pero ese Cupido es un tipo al tiempo encantador y traicionero o al menos, es el
que empieza siempre la película... Y esta fue la de Galíndez.
Esa embrujadora urbe que nadie comprende mientras que
contiene un universo aparte para sus amigos, que es New York, le puso en su
camino a una bella, culta e inteligente mujer. Fácil y rápida la vida los
depositó en un pequeño, pero "cozy" y acogedor rinconcito de la vida
en el corazón mismo de esa bulliciosa Isla de Manhattan. ¡Qué pasión! ¡Cuánto
amor derrocharon durante sus días y noches en puerto!
Creció un amor que a los dos años era mil veces más
poderoso que las maquinarias del Titanic. Fiestas, alegrías, diversiones
compartidas, nada era suficiente para el placer de estos dos seres flechados
por Cupido. Se casaron al fin.
-¡Deja los barcos, querido! Juntos haremos tu carrera
y nuestro idilio.
-Mañana dejaré los barcos, querida, pero antes debo
ahorrar suficiente dinero para poder estudiar una carrera. Tengamos un poquito
de paciencia.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos años.
-¿Dos nada más?, ¡eh!
La vida a bordo de un buque tanque petrolero de la
Gulf Oil Corporation en cierto modo era bastante satisfactoria. Bien pagado,
buena alimentación, viajes de 9 a 11 días de Filadelfia a Venezuela
constantemente y viceversa. Un par de horas en el tren y a los brazos de su
amada, era por esos tiempos la vida de Galíndez. Mientras tanto, ella trabajaba
y estudiaba, hubo un bonito amor entre ellos dos. Muchas amistades se fueron
sumando a esta pareja dadas sus relaciones con periodistas, comerciantes y
diplomáticos de los países de los dos amantes y otros que se reunían a su
alrededor. New York es un imán descarriado del resto del mundo, solo que más
hermoso, más intenso, más cálido que un verano tropical si logra uno penetrar
su coraza de hierro y ladrillos.
Morton era un joven judío hijo de uno de los más
afortunados joyeros menores del inmenso mercado del reloj y el diamante.
Galíndez y Morton se conocieron y trabaron amistad y
ella se pegó de pronto porque Morton estudiaba en Columbia como ella, el grupo
era bastante grande. La confianza mutua abundaba aquí entre hijos de varios
distintos continentes. Nada de celos, de desplantes y de escenas, todo y todos
reflejaban alegría. Y el tiempo avanza mientras tanto, año y medio más o menos.
Un domingo como a las once de la mañana, las ventanas
del apartamento abiertas para que el sol bañara con sus bendiciones ese
rinconcito-nido, entre Galíndez y su adorada esposa tendían la cama. Y sucedió
que allí, donde nunca hubo en la mente de él, buen marinero, la más leve sombra
de celos ni de dudas, dice ella mientras entre los dos estiraban una blanca
sábana; -No me has preguntado por Morton...
-Bueno, no te he preguntado tampoco por Josephine,
Wanda, Phillip, Sarah, ni nadie. Es que cuando estoy contigo no puedo pensar en
nadie más.
-¡Embrujador!... -Bueno, déjame que te cuente...
-¡Cuenta!
-Yo estaba tal día así, como ahora contigo tendiendo
la cama, entró Morton y agarró la sábana, así como tú la tienes agarrada ahora
y, ¿qué tú crees que me dijo?
-Probablemente que esa sábana olía bien.
-¡Hum, si supieras tú! Me dijo que porque no nos
acostábamos él yo ahí mismo.
-¿Y?
-Eso es para que veas que Morton no es tu amigo como
él te dice.
-¡Ya veo!
-...Por eso no lo ves, lo eché de aquí.
-¡Alright!...
Ante tal desinterés de su marido la bella mujer dejó
el tema y cambió a seguir con las actividades conjuntas de ordenar todo en el
apartamento... y el mundo siguió girando.
Allá como pasada la medianoche, mientras salían del
teatro y se dirigían hacia el bar a tomarse unas copas de pasada. Como aquel a
quien poco le importa una cosa, riéndose Galíndez le suelta una preguntita
tonta a su bella mujercita.
-Oye, querida y si a ti te hubiera gustado la idea, o
tentado el deseo también ¿te hubieras acostado con Morton y me lo hubieras
contado?...
-¡Loco! Mira con las que sale este hombre ahora...
¿cómo puedes dudar de mí de este modo, si soy tan honesta que no teniendo que
hacerlo te lo he contado?... quita, no te me arrimes, ya me ofendiste.
-¡Vaya, chatita, ¿no ves que me río? Ven Acércate y
vamos a reírnos un poco. Un par de Manhattans arreglan todas las penas.
-Yo no quiero Manhattan, yo quiero un vinito
argentino, que aquí los tienen muy buenos.
-Bien, tú bebes tu argentinito y yo mi Manhattan.
Y bebieron, y bebieron, y Galíndez siguió queriendo
beber más hasta hacerla vomitarse de tanto vinito argentino.
Nunca ella había pasado por ese trance, de modo que
medio se destruyó en un par de horas y se fueron a casa.
Dos o tres días le duró la borrachera y el barco
debía zarpar. Galíndez se despidió de su adorada mujercita sin haberla tocado
durante los tres días que le duró el vinito. Ese era el precio que ella no
esperaba pagar, su primera borrachera. Galíndez partió para su próximo viaje a
Venezuela y se hospedó en un hotel del Bajo Manhattan, dos días.
Al segundo día a eso de las diez de la mañana,
Galíndez fue a su apartamento. Fue al baño y encontró dos jabones distintos,
tres cepillos dentales, no dos. Llamó a un cerrajero y le hizo cambiar el
cerrojo a la puerta, depositó jabón, toalla, dentífrico y cepillo en una
bolsita, lo colgó de la parte exterior de la puerta del apartamento, recogió su
ropa y se marchó para siempre.
¿Por qué? ¿Vale la pena hacer otra cosa? ¡Bah!
Galíndez tenía la cabeza bien puesta. ¿Por qué me
contó esa historia? ¿Era eso lo que ella estaba pensando, o Morton la
sorprendió y ella trató deshacerse de su amistad para que no pudiera ver a Galíndez
y hablárselo? Ella misma vendió su caso. Y si error de conclusiones hubieran
sido los pensamientos del joven marinero, donde viven dos personas no se mojan
tres cepillos. ¿Hacen falta más pruebas?
Pasaron varios años y un día la suerte puso a
Galíndez en un coche del tren subterráneo de New York, donde viajaban su
adorada exesposa. El argentino, que por aquellos tiempos andaba por Manhattan y
las artes, y dos bellas niñitas sostenidas entre los dos. Y como personas
civilizadas se saludaron todos, se dieron las manos, ella trató de besar a Galíndez,
pero este la rechazó mientras le decía: ¡Vaya, vete que te ha ido bien con el
vinito argentino!
-¡Ah, sí a ella le fascina nuestro vino!...
-Ya lo veo, ¡y por partida doble! Y siguió riendo
Galíndez.
-Por eso, hay que seguir cantando con nuestros
colegas machazos de películas...
"El hombre marinero
no se debe casar
porque al pasar el agua
lo pueden engañar” ...
Gilberto Rodríguez
Miami-Fla..USA
2010-04-30
xxxxxxxxxx
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